Palabras del Santo Padre al final del rezo del vía crucis en el Coliseo el Viernes santo
Oremos para que brille en la noche oscurala estrella de la esperanza
El Viernes santo, a las 21.15, el Papa Benedicto XVI presidió, en el Coliseo, el rezo del vía crucis. Miles de fieles y peregrinos de todo el mundo participaron devotamente en él, y millones de personas lo siguieron por mundovisión. El vía crucis comenzó, como siempre, dentro del Coliseo y se concluyó en la colina del Palatino, desde donde el Santo Padre había seguido esta oración de rodillas. Se alternaron llevando $\la cruz a lo largo del recorrido: el cardenal Agostino Vallini, vicario general del Papa para la diócesis de Roma, un inválido en silla de ruedas llevada por un médico y un enfermero de la Soberana Orden Militar de Malta, una familia romana, un enfermo aquejado por una grave enfermedad, tres religiosas asiáticas, dos jóvenes de Burkina Faso y dos frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. En las paginas 8-11 publicamos el texto de las meditaciones del vía crucis, compuesto por el arzobispo de Guwahati (India), monseñor Thomas Menamparampil, s.d.b. Al final, el Santo Padre pronunció las palabras que publicamos en esta misma página. Antes de dejar la colina del Palatino, Benedicto XVI se despidió del alcalde de Roma, Gianni Alemanno, que lo había acogido a su llegada, y regresó al Vaticano. Queridos hermanos y hermanas: Al terminar el relato dramático de la Pasión, el evangelista san Marcos anota: "El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: "Realmente este hombre era Hijo de Dios"" (Mc 15, 39). No puede menos de sorprendernos la profesión de fe de este soldado romano, que había asistido a la sucesión de las diversas fases de la crucifixión. Cuando la oscuridad de la noche estaba por caer sobre aquel viernes único en la historia, cuando el sacrificio de la cruz ya se había consumado y los que estaban allí se apresuraban para poder celebrar la Pascua judía a tenor de lo prescrito, las pocas palabras escuchadas de los labios de un comandante anónimo de la tropa romana resonaron en el silencio ante aquella muerte tan singular. Este oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución de uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel hombre crucificado al Hijo de Dios, que expiraba en el más humillante abandono. Su fin ignominioso habría debido marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y sobre la vida. Pero no fue así. En el Gólgota se erguía la cruz, de la que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel hombre era el "Hijo de Dios", como confesó el centurión "al ver cómo había expirado", en palabras del evangelista. La profesión de fe de este soldado se repite cada vez que volvemos a escuchar el relato de la Pasión según san Marcos. Esta noche también nosotros, como él, nos detenemos a contemplar el rostro exánime del Crucificado, al final de este tradicional vía crucis, en el que participa, gracias a la transmisión radiotelevisiva, mucha gente de todas partes del mundo. Hemos revivido el episodio trágico de un hombre único en la historia de todos los tiempos, que ha cambiado el mundo no matando a otros, sino dejando que lo mataran clavado en una cruz. Este hombre, aparentemente uno de nosotros, que mientras es asesinado perdona a sus verdugos, es el "Hijo de Dios" que, como nos recuerda el apóstol san Pablo, "no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo...; se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 6-8). La dolorosa pasión del Señor Jesús no puede menos de suscitar piedad incluso en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. San Juan observa: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Por amor a nosotros Cristo murió en la cruz. A lo largo de los milenios, innumerables hombres y mujeres han quedado fascinados por este misterio y lo han seguido a él, haciendo de su vida, como él y gracias a su ayuda, un don a los hermanos. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, ¡cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social! ¿Qué sería el hombre sin Cristo? San Agustín señala: "Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si él no hubiera venido" (Sermón 185, 1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida? Detengámonos esta noche a contemplar su rostro desfigurado: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de toda persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, ha roto la soledad de nuestras lágrimas, y ha entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras angustias. Hermanos y hermanas, mientras destaca la cruz sobre el Gólgota, la mirada de nuestra fe se proyecta hacia el alba del nuevo día y ya gustamos el gozo y el fulgor de la Pascua. "Si hemos muerto con Cristo -escribe san Pablo-, creemos que también viviremos con él" (Rm 6, 8). Con esta certeza, continuemos nuestro camino. Mañana, Sábado santo, velaremos en oración. Pero ya ahora oremos con María, la Virgen de los Dolores, oremos con todos los afligidos, oremos sobre todo con los afectados por el terremoto de L'Aquila: oremos para que también brille para ellos en esta noche oscura la estrella de la esperanza, la luz del Señor resucitado. Desde ahora deseo a todos una feliz Pascua en la luz del Señor resucitado.
Oremos para que brille en la noche oscurala estrella de la esperanza
El Viernes santo, a las 21.15, el Papa Benedicto XVI presidió, en el Coliseo, el rezo del vía crucis. Miles de fieles y peregrinos de todo el mundo participaron devotamente en él, y millones de personas lo siguieron por mundovisión. El vía crucis comenzó, como siempre, dentro del Coliseo y se concluyó en la colina del Palatino, desde donde el Santo Padre había seguido esta oración de rodillas. Se alternaron llevando $\la cruz a lo largo del recorrido: el cardenal Agostino Vallini, vicario general del Papa para la diócesis de Roma, un inválido en silla de ruedas llevada por un médico y un enfermero de la Soberana Orden Militar de Malta, una familia romana, un enfermo aquejado por una grave enfermedad, tres religiosas asiáticas, dos jóvenes de Burkina Faso y dos frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. En las paginas 8-11 publicamos el texto de las meditaciones del vía crucis, compuesto por el arzobispo de Guwahati (India), monseñor Thomas Menamparampil, s.d.b. Al final, el Santo Padre pronunció las palabras que publicamos en esta misma página. Antes de dejar la colina del Palatino, Benedicto XVI se despidió del alcalde de Roma, Gianni Alemanno, que lo había acogido a su llegada, y regresó al Vaticano. Queridos hermanos y hermanas: Al terminar el relato dramático de la Pasión, el evangelista san Marcos anota: "El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: "Realmente este hombre era Hijo de Dios"" (Mc 15, 39). No puede menos de sorprendernos la profesión de fe de este soldado romano, que había asistido a la sucesión de las diversas fases de la crucifixión. Cuando la oscuridad de la noche estaba por caer sobre aquel viernes único en la historia, cuando el sacrificio de la cruz ya se había consumado y los que estaban allí se apresuraban para poder celebrar la Pascua judía a tenor de lo prescrito, las pocas palabras escuchadas de los labios de un comandante anónimo de la tropa romana resonaron en el silencio ante aquella muerte tan singular. Este oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución de uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel hombre crucificado al Hijo de Dios, que expiraba en el más humillante abandono. Su fin ignominioso habría debido marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y sobre la vida. Pero no fue así. En el Gólgota se erguía la cruz, de la que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel hombre era el "Hijo de Dios", como confesó el centurión "al ver cómo había expirado", en palabras del evangelista. La profesión de fe de este soldado se repite cada vez que volvemos a escuchar el relato de la Pasión según san Marcos. Esta noche también nosotros, como él, nos detenemos a contemplar el rostro exánime del Crucificado, al final de este tradicional vía crucis, en el que participa, gracias a la transmisión radiotelevisiva, mucha gente de todas partes del mundo. Hemos revivido el episodio trágico de un hombre único en la historia de todos los tiempos, que ha cambiado el mundo no matando a otros, sino dejando que lo mataran clavado en una cruz. Este hombre, aparentemente uno de nosotros, que mientras es asesinado perdona a sus verdugos, es el "Hijo de Dios" que, como nos recuerda el apóstol san Pablo, "no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo...; se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 6-8). La dolorosa pasión del Señor Jesús no puede menos de suscitar piedad incluso en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. San Juan observa: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Por amor a nosotros Cristo murió en la cruz. A lo largo de los milenios, innumerables hombres y mujeres han quedado fascinados por este misterio y lo han seguido a él, haciendo de su vida, como él y gracias a su ayuda, un don a los hermanos. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, ¡cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social! ¿Qué sería el hombre sin Cristo? San Agustín señala: "Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si él no hubiera venido" (Sermón 185, 1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida? Detengámonos esta noche a contemplar su rostro desfigurado: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de toda persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, ha roto la soledad de nuestras lágrimas, y ha entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras angustias. Hermanos y hermanas, mientras destaca la cruz sobre el Gólgota, la mirada de nuestra fe se proyecta hacia el alba del nuevo día y ya gustamos el gozo y el fulgor de la Pascua. "Si hemos muerto con Cristo -escribe san Pablo-, creemos que también viviremos con él" (Rm 6, 8). Con esta certeza, continuemos nuestro camino. Mañana, Sábado santo, velaremos en oración. Pero ya ahora oremos con María, la Virgen de los Dolores, oremos con todos los afligidos, oremos sobre todo con los afectados por el terremoto de L'Aquila: oremos para que también brille para ellos en esta noche oscura la estrella de la esperanza, la luz del Señor resucitado. Desde ahora deseo a todos una feliz Pascua en la luz del Señor resucitado.
(©L'Osservatore Romano - 17 de abril de 2009)